domingo, 31 de agosto de 2008

Carniceria

Una sensación de tormento que lo atravesaba. De repente había llegado como una ráfaga de viento. Es que había comprendido cada minuto que pasaba. Podía sentirlos lentamente transcurrir y desaparecer. Se esfumaban y llegaban otros. Y se sabia parado, existente y perecedero como el minuto. El era como el minuto. Él era el minuto.
Y la desesperación lo instaba a correr. Activar ese cuerpo inerte, que sentía. Ese cuerpo usado por los minutos para existir.
Y así se comenzó una resistencia inútil de su cuerpo, para no ser usado. Y después, de inmediato, la frustración de saberse en una lucha perdida.
Tanto él como el minuto coexistían y dependían del otro. Y ambos terminaban en el vacío, así lo quisiese o no.
Y de repente lo horrorizaron las caras de tranquilidad que lo rodeaban. Y vio en aquellas caras su propia cara de desprecio por la vida. Ese sentimiento de infinidad con el que se desplazaba por la calle a diario.
¿Por qué alguien no le había advertido? ¿Por qué le habían permitido jugar con la omnipotencia del que lo ignora todo? Continuaba siendo un niño, perdido en un mundo adulto, solo en apariencia.
Le resultaban ahora si, extrañas sus ropas, sus actitudes. Las había adquirido de a poco, pero no eran propias, no. Todo era una cuestión imitativa. Y él había caído en el error de creerse el personaje. Eso jamás le hubiera ocurrido a un buen actor.

Se decidió a buscar una respuesta satisfactoria. Le reclamaría a su padre. Le pediría que regresara el tiempo atrás, y que lo hiciera más humano. Si, eso mismo, más humano. Tal vez se hiciera religioso, no era tan tarde para comulgar. Debía encontrar cobijo rápidamente, pues no soportaría demasiado aquella cruda verdad que había descubierto la mañana del sábado, comprando el pollo para el almuerzo.

jueves, 21 de agosto de 2008

lugar

El día del alta es el más feliz para los pacientes del policlínico de Lavalle. O tal vez debería decir para los parientes de los pacientes, que ya amanecen con las marcas de los asientos en sus caras, que ya han conocido a todos los médicos y enfermeros por haber, y que han visto pasar camillas llenas y regresar vacías, hasta el cansancio.

Esto es cierto, o casi cierto, si posamos nuestro ojos en la habitación 404 del cuarto piso, donde se aloja Beatriz Fonti. Yo me encuentro allí hace diez días, y mi única dolencia es la de la espera. Aunque por cierto, se acostumbra uno a ver los amaneceres detrás de esas cortinas grises, y a burlarse de los horarios de visita.

Tengo una confesión que hacer. Alrededor del quinto día de permanencia, me invadió la sospecha de ser filmado durante la estadía. No podría precisar como ni con que propósito, pero aquel espectáculo montado allí rozaba la irrealidad. Fue por esto que el día que el hombre de guardapolvo blanco eligió pronunciar las palabras "tiene el alta", en mi cara no pudo mas que dibujarse una mueca de difícil interpretación. Y mas aun, si yo mismo hubiera tenido un espejo en aquel momento, me hubiese resultado desagradable aquella insensibilidad que emanaba de mi cara.

Pero procediendo mecánicamente, tome las cosas que ya se habían apoderado del espacio con ambición, y procedí a acompañar a Beatriz hasta el vestíbulo.

Aquello había terminado, y no teníamos razón para quedarnos, o mas precisamente no deseábamos quedarnos. O mas precisamente aun, no deseábamos desear quedarnos. Y aquel cuarto pequeño nuestro, sería ahora esterilizado, limpiado obsesivamente, hasta desaparecer cualquier rastro delator de pasado. Y cuánto tiempo pasaría vacío, aquel cuarto, esperando absorber un poco de humanidad.

Pero eso resultaba ya ajeno, y quedaba atrás como el ascensor de acero por el que descendíamos, y al que no volveríamos jamás.

Habiendo pasado tres semanas de todo aquello. La vida hogareña se reconstruía y organizaba, como si hubiera estado en la espera de su protagonismo, y yo me acoplaba a ella con naturalidad, aun cuando ésta me hiciera a un lado.

Fue un pequeño error (o no tanto para el escéptico lector) el que desencadenó en mi un extraño temor. Un jueves lluvioso, me encontré a mi mismo dentro de la habitación 404. Fue mas bien cuando mis piernas se desviaron, y tomaron con decisión Ayacucho, cuando comprendí que no había razón para realizar esa travesía urbana.

Pero me interesa más posarme en el momento en que empujé con cuidado la puerta que tanto otras veces había abierto sin temor a ser reprendido.

Y lo que allí dentro me encontré, fue algo que mis ojos de alguna manera estaban esperando, y del cual mis piernas eran indudablemente cómplices.

Allí estaba Beatriz Fonti, o su doble, o una replica exacta de ella misma, recostada con su cara a un lado de la almohada.

Y mi cuerpo fue empujado desde atrás, hacia la figura que yacía recostada, desentendiéndose de lo imposible de esa situación. Pues Beatriz se encontraba claramente en su casa, en el aposento que por ley le pertenecía, y sin embargo estaba también allí, o nunca se había ido.

Y yo tuve que acercarme, para comprobar que efectivamente se trataba de ella. Y la calma se extendió como morfina por mi cuerpo, adormeciendo mis extremidades.

Acerqué una silla a la ventana, y me pareció que conservaba aun mi forma. Mi mirada se perdió en la cortina grisácea. Estaba amaneciendo.

viernes, 15 de agosto de 2008

a Los Incas

La había observado casi por accidente en el subterráneo.
La reacción fue tardía, y desconfiando de sus ojos, volvió a girar la cabeza: no, no se había equivocado. Ahí estaba. Parada a unos metros, hacia equilibrio mientras sostenía una mochila y un libro azul.
La observó mejor, ahora por los detalles, y verificó que desde donde ella se encontraba, el podría continuar con la tarea de estudiarla todo el viaje, pues ella mantenía la vista fijada en la ventana, aunque no hubiese nada para ver.
Entonces él imaginó que ella inventara historias, y que por esa razón permanecía ininmutable, con los ojos en ninguna parte. Luego se dijo que esto era poco probable, y que el paisaje no favorecía ninguna creación artística por parte de la atractiva viajante. Pero algo en él protestó, una joven que poseyera tan particulares rasgos era seguramente capaz de particulares acciones, y ésto lo convenció de inmediato. Además, su instinto jamas lo había engañado. Al ver una cara por primera vez, era capaz de acertar con ciertas características de la personalidad, que según creía, estaban expuestas claramente a quien supiera leerlas.
La joven bostezó, y sus ojos eligieron otro punto donde permanecieron largo rato.
Un saco largo le llegaba a los pies, aun siendo verano. Esto le llamo la atención a nuestro observador, quien opto por desprenderse dos botones de la camisa, como si de esta forma refrescara el cuerpo de la joven y no el de él mismo.
Así fue como en unos minutos, o tal vez horas, el hombre olvidó donde se encontraba, y no haciendo caso a los impacientes pedidos de permiso de los pasajeros que deseaban llegar a la puerta, se deslizó como llevado por una fuerza superior, hasta el lugar donde permanecía la joven.
Un fuerte ruido lo volvió a la realidad. Llegaba al vagón un pequeño que vendía eufórico unas lapiceras de dudosa garantía (pero fácilmente adaptables a la cartera de la dama y al bolsillo del caballero), y como un golpe en la cara, recobró la conciencia. Revisó en su bolsillo, sacó unas monedas, y se las entregó con dificultad al sucio párvulo. Al instante comprendió que la dama se encontraba en el andén, cuando vio pasar sus ojos con rapidez por la ventana. Era su hermana.

viernes, 8 de agosto de 2008

Fusilamiento (Guillén)

Van a fusilar
a un hombre que tiene los brazos atados.
Hay cuatro soldados
para disparar.
Son cuatro soldados
callados,
que están amarrados,
lo mismo que el hombre amarrado que van
     a matar.

—¿Puedes escapar?
—¡No puedo correr!
—¡Ya van a tirar!
—¡Qué vamos a hacer!
—Quizá los rifles no estén cargados...
—¡Seis balas tienen de fiero plomo!
—¡Quizá no tiren esos soldados!
—¡Eres un tonto de tomo y lomo!

Tiraron.
(¿Cómo fue que pudieron tirar?)
Mataron.
(¿Cómo fue que pudieron matar?)
Eran cuatro soldados
callados,
y les hizo una seña, bajando su sable,
un señor oficial;
eran cuatro soldados
atados,
lo mismo que el hombre que fueron
los cuatro a matar.